Sin duda, la patología cultural más evidente de nuestra sociedad posmoderna es el predominio de la imagen sobre la palabra. Imágenes que impregnan el tejido de la vida cotidiana hasta construirse en ideología de consumo. Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje. Pero ahora parece que el capitalismo multinacional con su sádica maquinaria expansionista amordaza a Wittgenstein para aplicar en él el mismo sistema de depuramiento conductista -tratamiento ludovico- que el protagonista de Clock Work Orange tuvo que sufrir; y ahora esta sentencia adquiero otro matiz. Ergo, los límites de mi lenguaje son los límites de mi campo visual, los límites de mi campo visual se reducen a unos cuantos anuncios publicitarios.
Es por eso que el cine es una de los instrumentos de expansión ideológica más poderosos de los Estados Unidos. El cine de Hollywood, y en muchos casos el cine norteamericano independiente, funcionan eficazmente como largos anuncios publicitarios, donde se promueven valores, hábitos, estructuras mentales, fantasías convulsas, conductas esquizofrénicas y vocablos aberrantes que tanto usted como yo podemos comprar en el cine de nuestra localidad más cercana. Desde luego no es sólo el cine quien pone a nuestra disposición dichos productos. La televisión cuenta aún con una mayor capacidad de influencia sobre el espectador, debido a su gran accesibilidad. De la misma manera, la cinematografía norteamericana no es el único pelo en la sopa, y es ahí donde deberíamos de comenzar a preocuparnos.
Pero, ¿para qué preocuparme por ver “buen cine” o “cine de arte” si yo lo que busco es mero entretenimiento y expandir mi yo-individual-contemplador para regresar a casa imaginando que tuve una experiencia? Podría exclamar el espectador medio, a lo que el humanismo liberal tiene, a mi parecer, una certera respuesta: Es necesario ver “buen cine”, simplemente porque nos hace personas mejores. Una buena película siempre nos brindará las herramientas adecuadas para reorganizar nuestra vida en una experiencia coherente, para profundizar en la naturaleza de los hechos y fortalecer nuestra capacidad de discención crítica. Por tanto, el cine tiene una función didáctica – espero no intimidar con estos términos- y mucho de útil. No me gustaría que esto se malinterpretara con el delirio racionalista del positivismo decimonónico, y por ello, antes de ir más allá prefiero dejar este punto en suspenso que podría ser materia para un análisis más extenso. Ahora la interrogante que surge es: ¿qué quiere decir “buen cine? No creo estar capacitado para contestar una pregunta de esta envergadura, sin embargo puedo decir que existe – ¿o existía?- una institución que funcionaba como profilaxis cultural para preservar la salud del panorama cinematográfico: La crítica de cine.
Desde su nacimiento el cine estuvo acompañado de este molesto furúnculo que cultivaban los hombres de letras, y cuya aportación teórica fue determinante para dar sustento a la definición misma de cine. Durante el fermento cultural de los sesentas, la crítica de cine adquirió un lugar importante dentro de los círculos intelectuales. En toda conversación era común ver como se citaba a Hegel y a Fellini sin ninguna transición. Revistas como Positif, Cahiers du Cinema y Cinema ’60 por mencionar algunas, eran un punto de referencia fundamental.
En nuestro país, la crítica cinematográfica fue ensayada por gente de la talla de Alfonso Reyes y Martin Luis Guzmán, ( quien firmaban en colaboración con el seudónimo de “Fosforo”) entre otros literatos que decodificaban, a su manera, ese exótico lenguaje de imágenes. No puede dejar de mencionarse la fugaz pero decisiva aparición de la revista Nuevo Cine, que de alguna manera dio cauce a las exigencias de una generación preocupada por la cultura. El papel de la crítica sugería una especie de tamiz, filtro o vacuna contra el influjo pernicioso de imágenes que llevan consigo una carga ideologizante. Su labor propició que cineastas reflexionaran más sobre sus propias obras y que cayera sobre ellos la conciencia de que hacer cine implica más responsabilidades de las que habían imaginado. Como vamos viendo, en la actualidad ya no sucede lo mismo. Hoy en día la crítica en México ya no cuenta con la misma fuerza de antes. Uno de los hechos que lo comprueban puede rastrarse en la trayectoria del veterano crítico semanal Jorge Ayala Blanco, que con alquímica mezcla de sociología, psicoanálisis y semiótica había edificado la mejor de las maneras de ejercer análisiscrítico sobre cine, con excelente prosa y una inteligente construcción de los temas. Y quién ahora prefiere el estilo cripticoviolento que se encuentra más cercano al comentario. Otro ejemplo es el caso de Nelson Carro, quien se obstina en una metodología de añoranza hermenéutica sin dar lugar a lecturas más profundas. Carlos Bonfil, Luis Tovar y Gustavo García son el modelo del sinóptico puntual y el buen promotor. Ni que decir de revistas pseudoespecializadas como Cinepremiere o Cinemanía, donde figuran, más que otra cosa, la publicidad y el chisme tras bambalinas de la industria cinematográfica. La situación parece decirnos que cada vez es mas fácil salir a la calle, manipular una cámara y hacer una película; pero cada vez más difícil ir al cine, empuñar la pluma y decir que tal o cual película merece nuestra apreciación. Este fenómeno no es más que una de las tantas consecuencias de la problemática imagen/palabra de la era posmoderna que comentaba al principio. El flujo de imágenes es vertiginoso y su resistencia es menor. La crítica era resistencia. Justo es decir que conviene revitalizar el ejercicio de la crítica cinematográfica en nuestro país, una actividad que no es exclusiva de comunicólogos ni de cinéfilos diletantes y esparcidos como los de nuestros cineclubes universitarios. Si lo pensamos, es un campo más óptimo para la gente de formación humanística que consiga enlazar las especulaciones estéticas con el ensayo sociológico, y alejar a la crítica, de una vez por todas, de los criterios de la moda que la sedujeron.